Los huracanes sociales que están sacudiendo a varios países de América Latina causan perplejidad porque se repite, como si no hubiera pasado nada, la misma historia que empezó a escribirse desde que los conquistadores pusieron un pie en tierras americanas.
Desde 1492 nuestros recursos naturales han beneficiado, primero, a los imperios europeos y, más tarde, al norteamericano. Escribe Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina (1971): “Nuestra riqueza ha generado siempre nuestra pobreza para alimentar la prosperidad de otros: los imperios y sus capitales nativos (…) Nuestras clases dominantes —dominantes hacia adentro, dominadas desde fuera— son la maldición de nuestras multitudes condenadas a una vida de bestias de carga (…) El sistema es muy racional desde el punto de vista de sus dueños extranjeros y de nuestra burguesía de comisionistas, que ha vendido el alma al Diablo a un precio que hubiera avergonzado a Fausto”.
Si observamos el caso boliviano, la historia se repite como si hubiéramos puesto un papel de copia encima de los acontecimientos. A lo largo de cinco centurias los países que están al sur del Río Bravo han sido despojados de oro, plata, maderas preciosas, caucho, cobre, diamantes, azúcar, algodón, cacao, café, plátanos, cobre, hierro, salitre y hasta del guano de las aves marinas que fertilizó los agotados campos europeos y alejó el fantasma de la hambruna; todos nuestros bienes produjeron una bonanza económica que derrocharon los funcionarios locales. Por si algo faltara, aparece el litio, que es uno de los detonantes de la actual violencia en Bolivia.
El litio, como ya se sabe, sirve para crear las baterías almacenadoras de energía de teléfonos móviles, computadoras y, sobre todo, de los autos del mañana, encaminados a usar energías amables con el medio ambiente.
Ante esta perspectiva económica del futuro, el imperio teje un golpe de Estado para adueñarse del preciado metal con la complicidad de una oligarquía medieval racista. Como si estuviéramos en los primeros días de la Conquista, la autoproclamada presidenta Jeanine Añez afirma que la wiphala, la segunda bandera boliviana que da cuenta de la naturaleza multicultural del país, es algo satánico que enarbolan los indios y que ahora la Biblia regresa al palacio de gobierno. ¡Indígenas satánicos contra el cristianismo blanco y criollo; ¡como hace 500 años!
“América continúa al servicio de las necesidades ajenas”, dice Galeano, “nuestra riqueza ha generado siempre nuestra pobreza para alimentar la prosperidad de otros: los imperios y sus caporales nativos”. La generosidad de la naturaleza americana condena a sus habitantes al despojo y al crimen.
A finales del siglo XIX, cuando el caucho vulcanizado dio auge a la industria del automóvil, el oro blanco empezó a arrebatarse de América, hasta que se llevaron las semillas hevea brasilensis a Asia y la industria quebró en nuestro continente. Hoy el litio, otra vez llamado oro blanco, del que Bolivia es el mayor poseedor, se perfila como detonador de la industria de los teléfonos móviles, ordenadores y autos eléctricos. Por eso se desató la lucha contra un presidente que había nacionalizado los recursos naturales de su país y había devuelto la dignidad a los grupos autóctonos. Los “gobiernos” y dictaduras llaman a los capitalistas extranjeros ofreciéndoles sus países “como los proxenetas ofrecen a una mujer”.
En 1928, en Colombia, los obreros bananeros fueron aniquilados a balazos debido a un decreto oficial que autorizaba a la fuerza pública a recurrir a las armas, justo como acaba de hacer Jeanine Añez que decretó licencia a la policía y al ejército para disparar contra los ríos de gente que defienden sus conquistas económicas y sociales.
Si, en 1950, el embajador norteamericano Irving Florman se jactó de haber desnacionalizado el petróleo de Bolivia, otros hoy se jactarán de haber desnacionalizado el litio boliviano. Concluye Eduardo Galeano: “¿Qué son los golpes de Estado, en América Latina, sino sucesivos episodios de una guerra de rapiña?
Fuente: Notimex