¿Qué puede y qué no puede decirse? El viejo debate. Hasta dónde llega la libertad de expresión sin invadir el espacio del otro. Sin discusión, las normas éticas, los códigos deontológicos, el propio sentido común nos dicen cuáles son los límites, pero hay un estrecha franja interpretativa entre el derecho a expresarse libremente desde cualquier ámbito, y el derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen. Derechos ambos que a menudo entran en colisión y son motivo de querellas judiciales o de quejas ante comisiones deontológicas “ad hoc”.
Visto desde la profesión periodística hay un principio esencial: lo que no se puede hacer es callar. Y menos, obligar a nadie a callar. Hay tantas sociedades sometidas al despotismo, a la arbitrariedad del poder en el mundo que aquella en que la norma es democráticamente aceptada parece que la libertad de expresión esté asegurada. No hay nada tan pernicioso como el pretexto de la comparación con un escenario peor, como en el caso de las dictaduras, para hacer pasar de contrabando el visto bueno a la autocomplacencia de muchos de estos “demócratas”. De esta manera el calificado como mundo libre evoluciona hacia formas más amplias de comunicación, de difusión de la palabra libertad y así se considera libre de pecado respecto a las limitaciones del uso de la palabra. Se da definitivamente por conseguido, protegido, garantizado.
A lo largo el siglo XX, la palabra no solo ha estado sometida por los poderes totalitarios a recluirse a través de formas humillantes como publicaciones clandestinas, “samidzats” rusos, panfletos que huyen de la purga policíaca, vecina de la tortura y de la ejecución sumaria. La palabra ha sido prostituida en laboratorios propagandísticos oficiales como trasmisora de las más diversas formas de desinformación. Podríamos decir, por la mentira sistemática. La prensa servía tanto para la glorificación y/o adhesión forzosa al sistema como para la execración de un enemigo con mayúscula, encarnación del mal absoluto.
Goebbels fue el gran mago de la inversión de valores mediante la difusión persistente y repetitiva en los medios de comunicación -en aquel entonces únicamente la radio y la prensa escrita- del engaño. Hubo una maldición bíblica en el hecho de darle la vuelta, de pervertir este don humano por excelencia: la palabra, la capacidad de hablar, de expresarse libremente. Los nazis la vaciaron de su potencial creador y liberador para convertirla en un instrumento de degradación.
En cualquier caso, aunque el recurso de ahogar la voz, las voces personales y las colectivas, es un hecho corriente en casi las dos terceras partes de Asia, Oriente Medio, África, también en el pequeño reducto de nuestro mundo “occidental”, que presume de fortaleza inviolable de la libertad de expresión, se dispone de mil maneras para devaluarla, reducirla a la condición de esclava de una infinidad de códigos que emanan de los más diversos focos de poder para la apropiación de la verdad.
Existe un lenguaje polivalente para engendrar el convencimiento de que dentro de las sociedades avanzadas y democráticas se vive la única realidad posible. También existen otros lenguajes de referencias tribales tranquilizadoras para dar vida a las antiguas formas del mito, del tótem y el tabú que suplen al dios pedido y a la razón final. Es el caso, por ejemplo, de los nacionalismos radicales y de los fundamentalismos ideológicos que hallamos hoy en las sociedades avanzadas.
Los muros que había en el mundo han caído y hay quien quiere sustituirlos con escenografías de ocasión en las cuales el papel del hombre se representa sin aprensión al vacío, a la duda. Y el temor que generan se tiene que inventar a través de la recreación del valor de las palabras.
Los regímenes totalitarios del siglo XX dieron a la palabra, convertida en slogan, un ritmo acelerado que conducía de manera inevitable al silencio final y sin posible retorno. La catástrofe apocalíptica del fascismo, del nazismo, del comunismo, dejó una tierra calcinada pero la palabra floreció de nuevo porque la palabra siempre resurge con mayor fuerza cuando se la quiere someter al peso sistemático de la mentira.
Hoy, en la época de la llamada posmodernidad, la libertad de expresión ha hallado un campo en el que puede recuperar con una potencialidad extrema su fuerza. Un campo tan amplio y sin fronteras que desdibuja una relación larguísima entre significado y significante. Me refiero al uso de Internet y las redes sociales que proporciona al individuo una herramienta insospechada a la vez que potentísima para hacer oír su voz sin limitación alguna. Las modernas tecnologías de la información está desplazando el carácter imperativo de la norma impuesta en el uso de la comunicación tanto por la inmediatez del tránsito de las informaciones como por la extrema dificultad de someterlas a control.
Es obvio que intentar poner puerta al mar se convierte en una obsesión abocada al fracaso. Y por lo tanto, la pregunta es si tenemos que derribar estas puertas imposibles o bien las tenemos que sustituir por algún tipo de reglamentación. Este es, pues, el gran reto de nuestro tiempo.
Vivimos hechos de una magnitud enorme, propia de un cambio de época, como el tráfico masivo de las migraciones, las múltiples caras de la violencia, la delincuencia internacional organizada, las formas renovadas del racismo, la explotación económica y sexual de las mujeres y los niños, el empuje de los fundamentalismos de todo signo, la corrupción pública. Estos factores alteran la visión conformista y autocomplaciente con la cual se pretende adormecer las sociedades del llamado primer mundo. Los males de la marginación, la exclusión, disfrazados deliberadamente mediante triunfalistas “macrocifras” económicas y los conceptos tranquilizadores como “el crecimiento sostenido” no pueden disimular el hecho de que incluso el núcleo reducido de la sociedad el bienestar sufre la corrosión de sus propios defectos.
La libertad de expresión nunca ha sido tan urgente como cuando los puntos de referencia de la vida social, económica y política están sometidos a una confusión extrema. Más aún, cuando los viejos poderes pretenden poner este confuso panorama al servicio de determinados intereses en lugar de abordarlo con claridad, agilidad y espíritu libre. Por ello, en nuestro mundo actual, los medios de comunicación tienen una misión urgente e ineludible: derribar las pantallas falsificadoras con las cuales se quiere desviar la atención pública de las verdaderas causas de un desorden generalizado que las estructuras de poder intentan esconder.
María Dolores Masana Argüelles
Ex presidenta y actual vocal de la Junta de Reporteros Sin Fronteras