Si bien todos los países de la región han tenido que superar desafíos, la crisis de la Covid-19 ha revelado que ninguno de ellos está vacunado contra el virus de la desinformación. El caso más flagrante es, sin duda, el de Estados Unidos, donde algunos medios difundían noticias falsas sobre el virus y otros las desmentían mientras los contagios se contaban por decenas de millones y el coronavirus causaba en 2020 más de 350.000 muertes, un récord mundial para el país en una categoría muy triste.
No hay inmunidad contra la desinformación
Tal como señaló el #Observatorio_19, la herramienta en línea que RSF puso en marcha, las conferencias de prensa diarias y televisadas de la Casa Blanca, que se suponía que debían mantener informados a los periodistas y al público sobre la situación, el número de pruebas y las hospitalizaciones, se convirtieron en muchas ocasiones en un circo mediático desde cuya pista central pontificaba el presidente Trump, gritando insultos a los reporteros y contradiciendo las recomendaciones de los expertos médicos de su propia administración.
Incluso en Canadá, que merece aplausos por su proactividad en términos de libertad de prensa tanto en su territorio como más allá de sus fronteras, algunos medios de comunicación recibieron críticas por difundir estereotipos y comentarios despectivos hacia las comunidades autóctonas reacias a vacunarse. Este tipo de periodismo de tópicos y sensacionalismo solo alimenta puntos de vista históricamente falsos y negativos sobre los pueblos nativos. En Canadá, y también en Estados Unidos. El coronavirus ha puesto de relieve un problema recurrente en América del Norte, donde los medios de comunicación influyen en la forma de ver las cosas y crean prejuicios sobre las poblaciones indígenas.
Más allá, en Jamaica (7º, -1), las autoridades han sido acusadas de utilizar las restricciones del confinamiento para obstaculizar el trabajo de los periodistas. También han causado un malestar persistente los comentarios que el primer ministro jamaicano, Andrew Holness, hizo a finales de 2019 sugiriendo que los periodistas no tenían la obligación de ceñirse a los hechos.
En los países miembros de la Organización de Estados del Caribe Oriental (OECO, 45º, -1) y Guyana (51º, -2), la influencia política se considera una amenaza para la integridad editorial. En cuanto al país que más avanza en la región, Trinidad y Tobago (31, +5), su mejoría se debe principalmente a un importante fallo de la Corte Suprema a favor de proteger las fuentes periodísticas, decisión que podría tener un significativo impacto en el Caribe.
Un año violento para los periodistas en Estados Unidos
Sin duda, el indicador más alarmante para la libertad de prensa en América del Norte sigue siendo la cifra sin precedentes de arrestos, agresiones y asaltos contra los profesionales de los medios durante las protestas contra el racismo que surgieron a mediados de 2020 tras la muerte de un afroamericano desarmado, George Floyd, mientras estaba detenido.
El nivel de violencia alcanzó tal proporción que el US Press Freedom Tracker, una organización socia de RSF, llegó a considerar que la libertad de prensa estaba “en crisis” en Estados Unidos. Los ataques fueron perpetrados por las fuerzas del orden, miembros de milicias autoproclamadas y contramanifestantes, que recurrieron a una amplia gama de métodos: disparos de balas de goma, productos químicos irritantes rociados en el rostro, amenazas verbales, hostigamiento, destrucción y confiscación de material…
La violencia que caracterizó gran parte del año 2020 en Estados Unidos alcanzó su punto culminante con el asalto al Capitolio, en Washington, el 6 de enero de 2021. Esta invasión, que tenía como objetivo impedir que se confirmara la victoria electoral de Joe Biden, tuvo como resultado inmediato la expulsión de Donald Trump de Twitter y de otras redes sociales. Este hecho, que se produjo después de cuatro años en los que el expresidente se dedicó a tergiversar los hechos de forma tan amarga como corrosiva, generó entre los defensores de la libertad de prensa serias preocupaciones sobre el papel desproporcionado de las grandes empresas tecnológicas como árbitros no electos de la verdad.
En aquel momento, RSF pidió que se impusieran obligaciones democráticas a los principales actores digitales, especialmente a través de un proceso de control y equilibrio basado en la transparencia y la posibilidad de apelar decisiones -como la de suspender el perfil en las redes sociales de ciertas personalidades públicas-, antes que privilegiar el statu quo, sujeto a las fuerzas del mercado y a los intereses particulares.
Tratar los síntomas no es lo mismo que curar
La llegada de la administración Biden ha supuesto cambios positivos en la forma en la que se trata a los periodistas en Estados Unidos: la Casa Blanca ha dejado vilipendiarlos públicamente o de acusarlos constantemente de esparcir “noticias falsas”. Sin embargo, como ocurre con cualquier paciente, aunque los síntomas más evidentes de una democracia enferma se hayan atenuado, siguen existiendo muchas enfermedades crónicas subyacentes. Por ejemplo, la mayoría de los republicanos sigue creyendo que las elecciones presidenciales de 2020 fueron fraudulentas y, por lo tanto, no válidas.
De hecho, tras el asalto al Capitolio ocurrió algo nunca visto antes: según el barómetro anual Edelman 2021, menos de la mitad de los estadounidenses encuestados dijeron que confiaban en los medios tradicionales, y el 56% de ellos se mostró de acuerdo con la afirmación de que “periodistas y reporteros intentan engañar al público de manera deliberada, diciendo cosas que saben que son falsas o con grandes exageraciones”.
Una de las razones de esta creciente desconfianza es la politización percibida -y en ocasiones muy real- y la polarización ideológica de la información. Si bien la premisa para el buen funcionamiento de una democracia es que el electorado esté bien informado, estas tendencias no auguran nada bueno para la salud y la longevidad del periodismo confiable en los Estados Unidos.
Fuente: RSF