Nació en la Ciudad de México el 14 de enero de 1920 y falleció el 5 de agosto de 1987 a los 67 años de edad. Don Salvador Flores Rivera era un cantautor señero, sin parangón, distinguido, cronista ilustrado de una ciudad que ya no es, que ya no puede ser, la misma. Fino humorista sin poder aún ser rebasado en la autoría de letras que son perfectas comedias en su composición musical.
Acaso Chava Flores es sólo emparejado con ese otro grande nacido en Arizona de raíces mexicanas Lalo Guerrero (1916-2005), con la diferencia de que éste, viviendo en Estados Unidos, recibió los reconocimientos que merecía (Tesoro Nacional lo nombró el Instituto Smithsoniano y Medalla Nacional de las Artes que le entregó Bill Clinton en 1996). No sucedió así con Chava Flores viviendo en México en un humilde departamento de la Avenida Cuitláhuac. No estuvo cerca, nunca, de llevarse, por ejemplo, el Premio Nacional de Artes, que lo merecía, ni su cuerpo fue velado en el Palacio de Bellas Artes, probablemente porque no dependía de la industria televisora… si bien es justo reconocer que, aunque eran tiempos imperiales priistas, y todavía no se fundaba el Conaculta salinista, el Instituto Nacional de Bellas Artes ciertamente tenía, o ponía, una distancia bastante discreta con todo lo que hacía el emporio electrónico, que ya instalaba con facilidad a los ídolos de la canción instruyéndolos y maniatándolos a su particular modo en una educación que, por principios morales y éticos, Chava Flores jamás hubiera acatado.
Pero sus canciones siguen cantándose repetidamente, aunque esta ciudad ya no es, no puede ser, la misma.
Seguramente Salvador Flores Rivera tenía más de las 189 canciones que se reunieron para conformar El cancionero de Chava Flores (Ageleste / Gobierno del Distrito Federal / Conaculta / Dirección General de Culturas Populares, 1999), mismas que vienen editadas con su respectiva partitura en un impecable volumen de más de 400 páginas, cuya portada fue encargada con tino al dibujante Gabriel Vargas (1915-2010), autor de La familia Burrón.
Tal vez —y reconozco que este tal vez sea probablemente producido por un mero capricho del ejercicio periodístico cuestionador— al cancionero lo único que le haga falta es un perfil aproximado del protagonista, que bien se hubiese podido resolver congregando algunas entrevistas o encargando un breve ensayo para centrar al señero personaje que fue don Chava Flores. De algún modo, Enrique Rivas Paniagua —prácticamente el responsable de esta compilación— en su texto introductorio ofrece mínimas pistas para ubicar al cantautor, pero queda claro que su función es nada más la de glosar su método de trabajo, por cierto meticuloso e incluso diríamos hasta con reglas académicas pues, aparte de una extensa y cuidadosa revisión discográfica, ha incluido 103 exhaustivas notas a pie de página para contextualizar las canciones y un pequeño diccionario de 147 términos que exhiben, a la vez, el rico y abundante vocabulario que dominaba el compositor. Más de un centenar de definiciones inusuales en el lenguaje de la música popular (no la regional, no la folclórica, sino sobre todo la mediática, tan ceñida a unas cuantas palabras, por lo común idiomáticamente reiterativa y vasta en lugares comunes), tales como
ayocotes (“especie de frijoles gruesos y grandes”),
calicatencia (“inteligencia, calidad, delicadeza, tacto”),
fotingo (“apodo popular de los primeros automóviles Ford que circularon en la Ciudad de México, aunque ahora, por extensión, cualquier automóvil de modelo muy anticuado”),
fufuy (“persona que presta exagerada atención a su atuendo personal, acicalado”, derivación de fifí),
furriel (“hombre vulgar”),
ojos de apipizca (“ojos de tamaño reducido”),
revalsear (“vacilar”) o
torear (“vender pulque —o en general cualquier bebida alcohólica— de manera subrepticia”).
Sin duda, Chava Flores era un cantor como no hay, ni va a haber, en México.
—Yo no soy cantante —solía decir Chava Flores—, soy compositor de canciones: las compro descompuestas y luego las compongo para cantarlas; es decir, para berrearlas, porque Agustín Lara y yo no tenemos ni voz ni voto.
Su humor, su punto de vista, su incomparable arraigo a la ciudad lo convirtieron en el puntual cronista de la urbe, que si bien hoy ya se escucha en unas canciones literariamente extemporáneo (porque sus escenarios pertenecen a ámbitos específicos de los cincuenta o sesenta del siglo XX) no deja de tener su trascendencia ni su, valga la paradoja, vital contemporaneidad. Porque muchas de sus canciones, al hablarnos del México que se fue, nos están hablando del desarrollo, progreso o involución que el país ha tenido a partir de su propia modernidad. Chava Flores hace retratos añorados de una ciudad de todos modos nostalgiada.
Después de todo, la literatura es como una buena fotografía que logra trascender el tiempo. José Trigo de Fernando del Paso, por ejemplo, nos habla de una ciudad que ya no es, pero no por ello disminuye su tratamiento visual. ¿Dónde están las centenares de mariposas amarillas de las que habla Gabriel García Márquez? La imagen, sin embargo, es poderosa. Igual las vecindades de Chava Flores: majestuosas e imponentes.
Chava Flores no fue un exclusivo cantor de la Ciudad de México. Fue, sí, su más ilustre, e ilustrado, retratista, pero dominaba otros terrenos. Su canción “Imperdonable”, por ejemplo, es un rabioso poema, perfecto octosílabo (reduciendo a una sílaba el vocablo acentuado, que demasiados poetas se lo permiten), de amor:
Solamente que los mares
con tu ausencia se secaran
y mis ojos, tristes ojos,
no volvieran a llorar.
Solamente que tus labios
para siempre se callaran;
solamente que murieras,
te podría otra vez amar.
Solamente que las noches
se quedaran sin estrellas
y la Luna, vieja Luna,
no saliera nunca más.
Solamente que los cielos
se perdieran de la tierra,
solamente en ese instante
te podría perdonar.
Sin embargo, efectivamente sus composiciones humorísticas son las insuperables, qué duda cabe, de su infatigable repertorio:
Pudo más una taquiza que mi más ferviente amor:
cuando yo me declaraba te dio un hambre de pavor;
yo te hablaba de bonanza, te empezaba a apantallar,
y las tripas de tu panza comenzaban a chillar.
—Si pa un taco no te alcanza, no salgáis a platicar.
Al pasar frente a los tacos yo te daba el corazón,
tú en lugar de recebirlo te metiste hasta un rincón;
pa dicirte que ti quiero ya ti tuve que alcanzar,
tú ordenabas al taquero: —Seis de lengua pa empezar
y tres tacos de suadero, seis de bofe con cuajar.
Te expliqué casi llorando que te amaba con pasión,
tú le entrabas a los de ojo, tripa gorda y chicharrón;
cuando quise poner fecha pa la iglesia y pal cevil
te aventaste como flecha al cachete y nenepil;
eructabas satisfecha, yo te hablaba de perfil.
Al seguir con los de oreja me entró la preocupación,
vino trompa, sesos, buche, seis de nana y corazón;
siguió el cuero a la taquiza y hasta el hígado surgió;
y llegó la longaniza, la cecina y el riñón,
y al entrarle a la maciza, ¡me saliste con que no!
Al notar que me enojaba te alcanzaste a refinar
tres dos equis bien heladas, seis machitos pa acabar.
Cuando al fin vino la cuenta, me tuvieron que prestar.
—Yastá bueno de botana, ora invítame a cenar.
—¡Que te mantenga el gobierno! ¡Qué manera de tragar!
Las canciones de Chava Flores son clásicos portentos de la música popular citadina.
En algún pasaje de su libro Baúl de recuerdos (Océano, 2001), el intelectual Eduardo Mejía advierte que, en la narrativa, no se consigna el terremoto de 1957, como sí fue registrado con profusión el de 1985. Y es cierto, pero esta deficiencia literaria la suple, perfectamente bien, Chava Flores en la zona de la música. En tres de sus canciones (“El bautizo de Cheto”, “No es justu” y “Vino la reforma”) el pretexto, para no decir el tema central, gira en torno de aquel temblor del domingo 28 de julio de 1957, a las 2:40 de la madrugada, sismo que, por su agresivo movimiento, de magnitud de 8.1 grados, hiciera caer al Ángel de la Independencia en la Ciudad de México.
A medio siglo de sus primeras grabaciones, realizadas en 1951, y a 14 años de su muerte [ocurrida el 5 de agosto de 1987], EMI editó en 2001, por fin, un compacto doble con 32 de las canciones de don Salvador Flores Rivera que, de muchos modos, llenó en su momento un espacio vacío en el campo discográfico del folclor urbano. (Hoy los discos están muriendo por las aplicaciones digitales que han cambiado por completo la adquisición, comprensión, compenetración, gustos, relajación, audición, entendimiento, relación o sometimiento con o de la música.)
Nacido el 14 de enero de 1920 en La Merced, el futuro compositor estudió contabilidad, fue comerciante de ropa y de zapatos. “También estuvo al frente de una ferretería que al poco tiempo fue vendida —apunta Luis Gutiérrez Aguirre en el cuadernillo del disco—. Con un préstamo de su hermano Enrique puso una salchichonería que no le dio resultado. Con lo poco que obtuvo por ella compró un camión repartidor de carne, negocio que tampoco le funcionó. Para entonces, las filas de su amada familia habían sido engrosadas con la sucesiva llegada de cuatro lindas hijas [de seis en total que procreó, más dos hombres]. No había tiempo de echarse para atrás”.
—Tardé mucho tiempo en darme cuenta de que como comerciante servía lo que una llanta para un plato volador —diría Chava Flores años después.
El destino lo llevaría a trabajar en una imprenta de sus antiguos socios de la ferretería, prosigue Gutiérrez Aguirre, “en donde conjugó su amor por la música con las labores de su nuevo empleo. Fue entonces cuando editó la revista quincenal El Álbum de Oro de la Canción. Esta incursión le abrió las puertas para adentrarse aún más al mundo de la música bohemia de aquellos días”.
En casa de don Salvador Flores se organizaban interminables fiestas, a las cuales acudían sus mejores amigos como Cuco Sánchez, José Alfredo Jiménez, Miguel Aceves Mejía, Vicente Garrido, Federico Baena y Alberto Cervantes. “En 1951 salió el último ejemplar de El Álbum de Oro. En noviembre de ese año había nacido su quinta hija, y decidió que sería compositor. Una de sus primeras canciones, ‘Los tamales de Bruñilda’, fue inspirada en los tamales que había comprado su mujer esa mañana”.
Luego grabaría “Dos horas de balazos”. En tan sólo tres semanas, acota Gutiérrez Aguirre, sus discos “habían vendido 30 mil copias. Chava recibiría seis centavos por cada disco vendido. O al menos eso fue lo que le prometieron, pero finalmente sólo recibió, casi un año después, mil 400 pesos que no le sirvieron para nada”.
Debido a estas burocráticas operaciones de los empresarios de la música (“el que hace canciones no gana, pero cómo se divierte”), con el tiempo Chava Flores establecería su propia disquera, denominada Ageleste (que son, en realidad, las iniciales de los nombres de sus ocho hijos: Alejandra, Gabriela, Eugenia, Luisa, Enrique, Salvador, Teresa y Elena), la misma que distribuiría, en todos estos años hasta antes de la aparición de aquella Antología, las luminosas canciones humorísticas de Salvador Flores, si bien su Ageleste nunca ha tenido, nunca tuvo, el mercado a su disposición, tal como sí lo posee, aún en la agonía discográfica, una transnacional como la EMI (a quien pertenezca ahora en el mercado tan reducido, casi inexistente, de la tangible música). Y es que, pese al tiempo transcurrido, Chava Flores no ha sido suplido en su oficio. Ni los grupos de rock, que son los que se han mínimamente aproximado a este fino humor musical (ahí está Botellita de Jerez para corroborar el hecho), han podido siquiera igualar las gloriosas alturas que alcanzó, con fina ironía, don Salvador. Era un genuino divertimiento verlo en vivo. No había un momento de sosiego cuando el gran humorista se paraba en un escenario.
Ningún standopero contemporáneo, y vaya que ahora pululan, podría rebasarlo, y sin recurrir al parloteo escatológico y las palabras altisonantes, recursos comunes a los que hoy se asocian con premura estos afiliados a la grosera comicidad.
Cuatro años antes de su fallecimiento, tuve la oportunidad de platicar con Chava Flores en su departamento de la Cuitláhuac. Ya llevaba varios y largos años sin grabar nada.
—Yo les dejé sesenta números grabados y fue muy pobre el resultado —dijo, en abril de 1983—. A mí me molestó. Por eso me alejé de eso. Para vivir. Porque con los discos no se podía. Es un comercio que tiene la costumbre de llevarle a uno la ventaja. Y eso a mí no me parece. Si yo no lo hago, si yo no aventajo a nadie, tampoco deben hacerlo conmigo.
Ya para los ochenta, con la programación sistemática de las canciones en las radiodifusoras, el comercio discográfico empezaba a despabilarse: con el éxito masivo de una sola canción cualquier cantante se volvía millonario y bien podía al otro día ser olvidado por la industria. Hoy, con la lenta desaparición de la música grabada, todo pareciera depender de la suerte, no de la capacidad musical, que se tenga en las redes sociales, pues lo mismo una infortunada pero pegajosa canción puede ser “vista” por millones de navegantes que otra canción, más afortunada en sus logros, ser ignorada por estos mismos intrépidos visitadores digitales.
Pero esto es otro tema.
Es cierto (eso del éxito instantáneo a mediados de la década de los setenta), reconocía Chava Flores, “pero en mis tiempos no. Yo llegué a tener regalías de 1,800 pesos trimestrales, hágame el favor. Y hasta de 180 pesos. ¿Qué era eso?”
Y aunque hubiese querido grabar, ya no podía. En 1978 produjo dos discos para su Ageleste, pero se quedó ronco “por tanto trabajo —aseveró—. Por trabajar en cuatro peñas, de esas de ambiente cultural, de los jóvenes. Me operé de la garganta porque me dijeron que podría tener unos nódulos malignos. No los tenía, pero sí me quedé con esta voz. Con esta garganta que se cansa de hablar, que se molesta”.
Pero no dejó de fumar. Había ya cinco colillas de cigarros en el cenicero.
—Ahora me centro en lo que ya hice —dijo—. Y en lo que pretendo seguir haciendo. Pues una canción mía ya no nace con la facilidad de hace 30 años. Antes, en un año, llegué a tener 12 éxitos. Uno por mes. Ahorita tardo tres o cuatro años al hacer una canción. Como que me he vuelto más exigente. Ahora tengo que crear de acuerdo a lo que el público espera de mí. Antes era otra la situación.
Al término de su vida, antes de ser fulminado por el cáncer, decía que su función era la de hablar mucho para recordar al México de ayer. Escribía entonces el libro Relatos de mi barrio, que saldría años después, donde cuenta logros y fracasos del comerciante que fue convertido inesperadamente en compositor. Porque antes de ser cantor quiso ser escritor.
—A falta de eso —indicó—, en canciones dije lo que tenía que decir. En tres minutos sintetizaba mi expresión. En lo que duraba una canción. Yo he podido captar eso por un sentimiento muy especial que traigo desde niño. Estoy seguro de que lo traigo desde que nací. Nace uno con eso. Sólo lo fui desarrollando.
Aseguraba, donde fuere, que el artista no se hace sino nace. Y le gustaba poner de ejemplo a su amigo Pedro Infante.
—Con él hay una cosa particular —decía—. Nació así. No se puede decir que un cantante va a hacerse. Uno ya lo trae. Hay quien cree lo contrario. Pero la verdad es que la imagen ya se trae. Pedro tenía una muy propia. Realmente él era así. No fingía. No siempre nacen personajes así. Ahí está el otro caso de Javier Solís. Sin embargo, traía un pesar muy adentro suyo. Por el mexicano que, decía, se empezaba a dispersarse de lo mexicano. Hasta creo que ya es un poquito fuera de serie. El mexicano siempre había conservado sus tradiciones…
Pero la televisión y los medios masivos lo empezaban a dispersar. Chava Flores se fue de este mundo con esa amargura: él, que tanto amaba lo mexicano, comenzaba a sentir ese consentimiento por lo que no nos pertenecía con tal de satisfacer una gozosa materialidad que provenía de las vírgenes campiñas electrónicas.
Fuente: Notimex/ Víctor Roura